1 feb 2018

Tolerancia, piedad y mascotismo

 Santiago Alba Rico / ctxt.es

 Primero murió Pan, el dios rijoso de las patas de cabra, y su último grito, según nos cuenta Plutarco, sacudió el Mediterráneo. Después murió Dios, el bueno, el celoso, el omnipotente, empujado al abismo por la ciencia y el socialismo. Después murió el Hombre, desplazado por azares integrados e invisibles relaciones de poder. A principios del siglo XXI, ¿qué queda? O mejor dicho, ¿qué vuelve? Los animales.

  El extravagante escritor Alberto Savinio, muerto en 1952, escribía en su Enciclopedia que la diferencia entre Grecia y Egipto era que los dioses de los griegos eran humanos mientras que los dioses egipcios eran animales; es decir, que mientras los griegos luchaban contra la naturaleza humanizando el Olimpo, los egipcios reconocían su superioridad amenazante (la de la naturaleza) para tratar luego de propiciarse sus favores. El panteón griego estaba lleno de locos, desvergonzados, ambiciosos y sensibleros a los que uno podía, llegado el caso, sobornar. El panteón egipcio era un zoológico terrorífico compuesto de perros, chacales, cocodrilos y monos a los que, en el mejor supuesto, sólo se podía evitar o apaciguar. Savinio, aristócrata europeísta, forzaba esta diferencia para subrayar la superioridad de Occidente sobre Oriente: el arte y la filosofía son europeos porque sólo pueden nacer allí donde la humanidad se opone, y no sucumbe, a la naturaleza. Hoy, incluso aceptando los principios, moderaríamos mucho su optimismo. Desbordado o jubilado el ser humano que debía gestionar su derrota, el dominio sobre la naturaleza no adopta la forma de arte puro y altísima filosofía sino de homeopático apocalipsis autorregulado: mercado, cambio climático, amenaza nuclear. Seth tiene hoy el hocico de un misil atómico; la Europa desbocada se metamorfosea en un Anubis de ladrido informático.

 El propio Savinio, en otra entrada de su caprichosa Enciclopedia, enfrenta ahora Grecia al Cristianismo que la prolongó y la desmintió. Los griegos, que no conocían la piedad, dice Savinio, eran muy tolerantes, como lo demostraba la promiscuidad de sus cultos religiosos, heredada y enfatizada por los romanos. Por su parte los cristianos, que descubrieron la piedad, se dejaron llevar, en cambio, por el fanatismo. Una vez más Savinio, para fecundar la inteligencia del lector, se muestra intencionadamente esquemático y radical. No es verdad que no haya ejemplos de piedad entre los griegos; de hecho, la mayor parte de los líos decisivamente humanos comienzan en sus mitos con una arbitrariedad compasiva: Edipo, hijo y asesino de Layo, es salvado de la muerte contra la voluntad del rey, mediante un acto de pura y peligrosa misericordia. Tampoco es cierto que la colocación en el centro de un dios-hombre crucificado haya generalizado antropológicamente –a modo de epidemia– la compasión individual como principio rector de las sociedades cristianas. Es muy bonito lo que escribe en el siglo XIV el gran Bernardino de Siena: el cristianismo es universal porque es universal la respuesta instintiva, no reflexiva, frente a un cuerpo sufriente. Acercándose a la cruz, dice Bernardino, antes de ninguna pregunta o averiguación, el ser humano normal, madre, padre o hijo, siente como propio el dolor del Cristo torturado y clavado en el madero. Pero sabemos que, acercándose a la cruz, es más frecuente que el hombre normal, antes de cualquier pregunta o averiguación, se ponga del lado del poder que atormenta a la víctima: “algo habrá hecho”. La compasión, como la rebelión, sigue siendo individual, insocial, ilógica e inesperada. 

 Ahora bien, si es estimulante la idea de una relación inversamente proporcional entre tolerancia y piedad y, por lo tanto, entre indiferencia y fanatismo, Savinio no nos da la clave de esta oposición siamesa. ¿No podemos ser al mismo tiempo tolerantes y compasivos? ¿Qué clase de civilización habría que inventar para eso? La que tenemos –esta de homeopático apocalipsis autorregulado– no parece abonar esa dirección. Al contrario: asumiendo como hipótesis la mencionada dependencia binaria, podríamos decir que la sociedad post-pagana, post-cristiana y post-humana ha conseguido reunir no la tolerancia griega y la piedad cristiana sino la impiedad griega y el fanatismo cristiano. Sin Pan, sin Dios y sin Hombre, el mercado capitalista, como matriz de organización social, es antipuritano, pero no tolerante; y es sentimentaloide, pero no compasivo. De hecho, en términos políticos, los gobiernos que lo gestionan son cada vez menos griegos en sus leyes; en términos antropológicos, los consumidores son cada vez menos cristianos en su aproximación a los cuerpos.

 Después de Pan, de Dios y del Hombre, ¿qué queda de la tolerancia? La aceptación indiferente de todos los impulsos, a condición de que sean gustos y no ideas, principios o creencias; a condición, es decir, de que puedan comprarse y venderse en el mercado. Todas las ideas, principios y creencias que puedan empaquetarse como gustos y ser vendidas en el mercado también son toleradas. 

 Después de Pan, de Dios y del Hombre, ¿qué queda de la compasión? Los animales. Lo he dicho otras veces: el animalismo no es el signo de un progreso civilizatorio sino del fin de una civilización. Ocurre lo mismo cada vez que las certezas se vienen abajo. El fenómeno es tan antiguo como la decadencia del imperio romano. El paganismo extremo, en su desconcierto angustioso y frente al antropocentrismo cristiano, volcó toda su sensibilidad apocalíptica en el dolor de la naturaleza: los gnósticos, Celso, Porfirio, el neoplatonismo en general. Hijos como somos de una cultura cuyas bellezas y cuyos horrores son inseparables del combate contra ella –la naturaleza– hoy ese “dolor” asume un tono casi misántropo o antropofóbico. Vuelven los animales. ¿Cuáles? No los egipcios, majestuosos, terribles, potencialmente mortales, sino los vencidos y dependientes, ésos a los que no se puede –ni se debe– liberar del yugo compasivo. Los occidentales ya no adoramos la naturaleza que puede matarnos. No adoramos al cocodrilo, al chacal o al mono. Adoramos a los animales domésticos, que son, en realidad, obra nuestra. De hecho “mascotizamos” cada vez más incluso los animales salvajes, también derrotados, a los que cubrimos con nuestra tolerancia anti-griega y nuestra piedad anti-cristiana: está de moda adoptar serpientes y leones y caimanes. Hace unos días, Susan Kopp, veterinaria especialista en bioética, recordaba con sensatez la necesidad de afrontar y evitar el dolor animal en el marco de esta “naturaleza vencida” –sometida a la industria alimenticia, el negocio cosmético y la experimentación científica– pero con no menos sensatez insistía en el principio de que “equiparar a los animales con los humanos no es la mejor manera de protegerlos”. Y añadía un dato que revela las paradojas asociadas al culto compasivo del animal vencido: en EEUU hay 163 millones de perros y gatos que consumen el 19% de los alimentos y el 33% de las proteínas animales del país. 

 Desaparecidos Pan, Dios y el Hombre, quedan los animales, a los que rendimos culto después de arrancarles las uñas. Queda también el animal que llevamos dentro. ¿Cuál es? ¿Es el vencido, doméstico, desarmado, que nos hace compañía, recostado en el sillón, en las horas de soledad? ¿O es el egipcio, extraño, feroz, licántropo y ominoso? La red, plagada de gatitos cuquis –pábulo de sentimentalismo digestivo–, nos da la respuesta menos benigna. El hombre en la red es un dios lobuno para el hombre. Sobre todo “los hombres”. 

 ¿Qué hacer con el animal egipcio que llevamos dentro? ¿Qué hacer con el animal vencido de fuera? ¿Qué hacer con los humanos que han perdido a Pan, a Dios y al Hombre mismo? Aceptémoslo: ningún equilibrio posible entre tolerancia y piedad eliminará todo el sufrimiento del mundo. Pero hace falta encontrar uno –y de manera urgente– contra la impiedad y el fanatismo socialmente organizados por el mercado. Hace falta “organizar” un equilibrio ni griego ni cristiano que, al mismo tiempo, no restablezca el dominio de Seth. Es decir, la tolerancia y la piedad no pueden dejarse al albur de un impulso individual rebelde –por muy necesarios que sean, incluso como “archivos”, para un renacimiento futuro– sino que deben materializarse en instituciones de derecho y democráticas, las únicas que pueden asegurar la mayor protección –siempre incompleta– a los humanos, los animales y las cosas. Eso es lo que falta. Eso es lo que estamos perdiendo. En ausencia de instituciones cuidadosas (derrumbe que es indicio de toda decadencia civilizacional), en el momento en el que más peligro corren los humanos de ser tratados como animales, a los buenos despistados siempre se nos ocurre la misma solución: tratar a los animales como si fuesen humanos. No es una solución. De esa manera, en contexto de mercado, sin oposición de la naturaleza, acabamos “mascotizando” no sólo a los gatos, las serpientes y los robots sino también a todos los “vencidos” (construyéndolos por eso como “vencidos”): los pobres, los indígenas, las mujeres, a los que se rinde culto como “animales domésticos” y que acaban encerrados, y casi complacidos, en la religiosa fragilidad del victimismo. De ahí que la lucha contra el mercado sea idéntica a la lucha contra la mascotización y la lucha contra la mascotización idéntica a la lucha por la democracia y el(los) derecho(s). Después de Pan, de Dios y del Hombre, es el único equilibrio al que podemos aspirar.

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