10 abr 2018

La Cruz y la Corona (II)

  "En el otoño de 1962, habiéndome quedado interinamente de Encargado de Negocios de la Embajada de España en Atenas, tuve la oportunidad de conversar frecuentemente, sin testigos, con el príncipe Juan Carlos. Recuerdo muy bien que, ya en nuestros primeros diálogos, me chocó su contundente apología de la persona de Franco, y su manifiesta adhesión a las ideas de su maestro L. López Rodó sobre la política que debía hacerse y venía haciéndose en España (...) Mostraba gran indiferencia sobre el mundo de la cultura y una notable insensibilidad ante los graves problemas derivados del sangriento enfrentamiento civil de 1936, ante la crueldad represiva de la dictadura franquista y la destrucción de las libertades. No era beato pero sí piadoso y temeroso de Dios al estilo tradicional. Aunque mi trabajo con él fue siempre de respeto y cordialidad, le hice notar desde el principio mi republicanismo, y anotó su reacción: "Eso no tiene importancia, Gonzalo; en España no hay monárquicos" (...) Quedé desagradablemente sorprendido de su escasa atención a las convicciones constitucionales de su padre, y me pareció evidente que desestimaba la convicción que abrigaba el Conde de Barcelona de que una restauración monárquica debería y tendría que pasar por una ruptura formal con la pseudolegitimidad del Estado surgido de una contienda civil fratricida, lo cual tambien comportaba para el Conde, me imagino, una consulta popular sobre la forma de Gobierno, o de Estado, como otros prefieren decir. Varias veces le señalé que las condiciones que fijaba acertadamente su padre eran, democráticamente hablando, insoslayables, a lo cual me respondía invariablemente que él no compartía ese planteamiento y que creía en una vía intermedia -usando a menudo la expresiva locución británica fifty-fifty- que no pusiera en cuestión los fundamentos del régimen.

 Pero la realidad de los hechos incluso desbordó ampliamente mis pesimistas expectativas sobre el príncipe, cuando el 23 de octubre de 1969, ante el Pleno de las Cortes franquistas, el nuevo príncipe heredero de un general insurrecto introdujo su juramento por recordarlo mediante la pluma de G. Morán con estas palabras: "Estoy profundamente emocionado por la confianza que ha depositado en mi su Excelencia el Jefe del Estado [...] Formado en la España surgida el 18 de julio, he conocido paso a paso las importantes realizaciones que se han conseguido bajo el mando magistral del Generalísimo..." (El precio de la transición, 1991).

  Luego juró tres cosas, por este orden: primero, lealtad a Franco; segundo, fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional, y tercero, a las demás Leyes Fundamentales del Reino. A continuación aún pronunció unas emotivas referencias personales que electrizaron a cuantos abarrotaban la sala, Caudillo incluido: "Quiero expresar, en primer lugar, que recibo de su Excelencia el Jefe del Estado y Generalísimo Franco la legitimidad política surgida el 18 de julio de 1936 [...] Mi general: a pesar de los grandes sacrificios que esta tarea pueda proporcionarme, estoy seguro de que mi pulso no temblará para hacer cuanto fuera preciso en defensa de los Principios y Leyes que acabo de jurar". Torcuato Fernández Miranda, llegado el momento, con dotes de verdadero taumaturgo supo disipar, como escribe C. Seco Serrano, los "escrúpulos del Príncipe" -¿sintió realmente sinceros escrúpulos?-: "El juramento podía mantenerse intacto. Se trataba de saltar de legalidad a legalidad".

  • Gonzalo Puente Ojea / La Cruz y la Corona

No hay comentarios:

Publicar un comentario