9 abr 2018

Final de ciclo, ¿delenda est monarchia?

Juan Antonio Molina / nuevatribuna.es

La vida pública española se enfrenta a una descomposición purulenta propia de esas aceleraciones históricas donde todos los ámbitos institucionales colapsan y el sistema se convierte en una demoledora fantasmagoría. La involución democrática, el sistema oligárquico de gestión de la actividad pública, el autoritarismo constitutivo  de un Estado heredero del franquismo, la desproporcionada influencia de las élites, el control de los medios de comunicación por las grandes corporaciones económicas, la parcialidad ideológica del poder arbitral del Estado encarnado en la monarquía, el abandono de las mayorías sociales ha supuesto la quiebra de un Estado complejo y frágil. Para contar con alguna argamasa que pudiera sostener un muro de contención ante este deterioro social y político se ha procedido a la reinvención del viejo y carpetovetónico nacionalismo español de charanga y pandereta, del viva la muerte y muera la inteligencia, de los buenos y los malos españoles, donde hay límites rotundos a lo posible y a lo opinable, nacionalismo de inexistentes imperios y onerosos caudillajes.

  La imposición de doble llave al sepulcro de Montesquieu favorece la aparición de jueces instructores creativos, como el del Tribunal Supremo que lleva la causa contra los líderes del nacionalismo catalán, y que fundamenta sus autos no en hechos sino en freudianas intenciones del profundo subconsciente de los reos o incluso de las masas, cuando hasta el redactor del artículo del código penal sobre rebelión, Diego López Garrido, niega que ese delito sea aplicable a lo que ocurrió en Cataluña. Pero, sobre todo, cuando se tiene un plástico y vívido ejemplo histórico de lo que realmente es una rebelión en los hechos del 18 de julio de 1936. Y quizá un doble ejemplo, ya que se dio el caso paradójico de que los sublevados juzgaron a sus compañeros de armas que se había mantenidos leales a la legalidad vigente de la República por rebelión militar. Es decir, los que no se rebelaron fueron juzgados por rebelión. Todo depende de quien tenga el poder. No es de extrañar que un tribunal alemán tumbe una resolución judicial tan imaginativa o que la ONU pida a las autoridades españolas que "se abstengan" de intentar acusar a los políticos catalanes de delito de rebelión. La juez Lamela de la Audiencia Nacional, por su parte, ha procesado al que fuera jefe de la policía catalana por “asociación criminal” en una carrera de máximos donde la judicialización de la política -política ausente en todo este proceso-, adquiere un vértigo preocupante. El poder confía que el nacionalismo imperial del “a por ellos” asuma sin ningún espíritu crítico lo que los mass media sistémicos difunden como agipro conceptual de que lo que pasa en Cataluña es porque los nacionalistas se lo merecen y que los “buenos españoles no tienen nada que temer.” Y sin embargo, ¿cómo después de todo esto se puede volver a la normalidad? ¿O es que la nueva normalidad es todo esto y no hay involuciones acotadas? 

 Mientras los jueces alemanes desmontaban la teoría de la rebelión, la presidenta de una comunidad autónoma, la de Madrid, seguía mintiendo y su partido arrastraba no a una universidad ya carente de prestigio sino al sistema universitario a convertirse, una más, en instituciones bajo sospecha. El autoritarismo, la arbitrariedad que destila el régimen político lo convierte en un espacio tóxico para el libre juego democrático, la centralidad soberana de la ciudadanía y las relaciones de convivencia cívica, en un proceso donde la carnadura del sistema ya no admite placebos y concibe su continuidad en una bunkerización ideológica y material vertebrada en el nacionalismo caudillista y la constricción democrática. Y todo ello, se justifica sin pudor en la aplicación de la ley como reitera una y otra vez Mariano Rajoy cuyo partido no está disuelto porque la Fiscalía General del Estado, que tan diligente es en otros asuntos, no se considera vinculada por la Constitución, que dice textualmente que “las asociaciones que persigan fines o utilicen medios constitutivos de delitos son ilegales” (art. 22.2), como ha reincidido el Partido Popular en los múltiples casos de corrupción que le salpican.

 Una de las originalidades de este momento histórico y que lo diferencia de otros también de crisis múltiple en los avatares nacionales es la absoluta falta de alternativa dentro o extramuros del sistema. La uniformidad de los partidos dinásticos, incluida una izquierda ideológicamente muy desdibujada, que se aseguró el aparataje de poder postfranquista mediante el consenso, no era en el fondo sino una renuncia de los partidos progresistas y nacionalistas a ser ellos mismos, y un cínico planteamiento de que las ideas no se persiguen siempre y cuando no se intenten llevar a cabo. El consenso, que falseó lo que debería haber sido un compromiso histórico, ha resultado el magma perfecto para que la democracia no deje de ser un espejismo. Porque la democracia es todo lo contrario. El sistema de libertades británico descansa en una sana paradoja: “We agree to disagree” (nos ponemos de acuerdo para discutir) y la armonía de la comunidad se fundamenta en la controversia permanente. Unamuno aseguraba que un país vivo era un país ideológicamente dividido, y no entendía ninguna razón para justificar eso de la unanimidad. En otro momento histórico de crisis agónica del régimen político, Ortega y Gasset proclamó: "¡Españoles: vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo! Delenda est monarchia". ¿Será posible reconstruir hoy el Estado heredado de la Transición?

2 comentarios:

  1. La traducción de “We agree to disagree” (nos ponemos de acuerdo para discutir) no es exacta. "Nos ponemos de acuerdo para discrepar" sería, en mi modesta opinión, más adecuada. Por lo demás, el artículo es excelente.

    Salud

    ResponderEliminar
  2. Gracias por el apunte Loam.
    Sin duda, una pluma de talla la de Juan Antonio Molina. Siempre aprendemos con él.
    Saludos

    ResponderEliminar